Buscando el cerrojo de esta puerta astillada, que cada día sufre el asedio constante del ariete que lleva esculpido consigo el busto de bronce rojo con tu exangüe sonrrisa. Es esa sangre dulce la que se filtra por debajo de esta puerta, roida por los años, resquebrajada y muerta, panal de abejas oscuras entre sus sucias grietas. Pongo mi espalda en ella, como queriendo fundirme con el sonido interno de su piano y su trompeta, su incesante concierto que no se escucha a través de ella. Apoyo mi cabeza, abro los ojos y observo: era el cuarto de los huéspedes, donde nadie entra, era el cuarto que no se hallaba ni en los planos cuando se erigió mi mente. ¿cómo he llegado hasta aquí?, me murmure con un hilo de voz, quebrado, incredulo y distante. ¿Qué hacía en el lugar donde las ratas lloraban de alegría?