Postrelato.

"Cada vez que intentaba pensar en algo importante, sólo conseguía ver su puñetera cara". Era un ciclo. Un ciclo de puñal que rasgaba sécamente la cándida tela de la normalidad del día, urdido en sus albores, cálido e indispensable atavio para pasar lo más glaciar de la noche: el sueño.
¡Ahí venía, la primera!: De entre el inmenso y escalofriante alfabeto de códigos cuadrados que formaba la ósea persiana a medio gravitatoriamente tapiar, se coló ella, la primera, con una esencia de luz marchitada, con una forma de sombra. ¿Quién me iba a decir a mí que mi querida amiga vertebradora de luces y sombras, al contacto con la maqueta de aerostático globo de plástico y cartón suspendido en mi techo, fuera a esculpir semejante atrocidad? Subió el farero de la consciencia a encender los pareados faros, cada uno enhiesto en las dos únicas islas de mi mar facial. La noche, al verse denoche, había llorado, y una lluvía más de barro que de agua solidificó en las esquinas de mis lentes de retina agarradas vetas de oro ocular, legañas. Aún así, con las aúricas dificultades, perfectamente la ví. No era un mar como la mía, sino, más bien, una oscura tundra de estepa rusa bien delineada en una de las noches de verano que no se pone el sol. Ella era la primera del largo día. ¡Cómo me escudriñaba! Cada mañana lo hacía mejor, y mucho peor que las que la sucedían. Me dispuse a limpiar en el cuarto de baño el sudor de tormento petrolífico que habíame brotado en las llanuras abisales y porosas de mi facha, al contemplar su hierática cara, cuajada de umbría. Alargué mi delgado y lánguido brazo con los dedos en posición como si fuera a coger una manzana del mismo árbol, haciendo girar la rotatoria y marmórea cabeza coronada de brillante porcelanada azul, me gustaba el agua bien fría. ¡Qué dolorosamente veloz llegó la segunda!: Bajaron de descontaminar mi rostro mis manos casi de ingrávida niebla, cuando, por terrorífica perspectiva, la volví a ver. Eran las dos cabezas surtidoras de agua, cada una con su corona térmica, los ojos que, junto a la boca de horizontal y plana abertura, típica en todo lavabo clásico, conformaron nuevamente a ella, la cara. Esta vez no me escudriñó más de dos segundos, fragmentos temporales que agustiosamente rozaron lo eterno. De lo que siguió a ese momento, únicamente tengo el recuerdo auditivo de mamá forzando a golpes la puerta, por mí cerrada siempre por inocente tendencia, y, gritando, con la dolorida y ya resignada voz: ¡mi hijo!

Verdosas cortinas de separación me falqueaban, verdoso el dolor, si por color fuera, de mi cabeza, y verdosa la inmensidad vertical y casi celestial de la bata que frente a mi mar vieron mis blanquecinos faros nada más ponerse en marcha. Notaba que la composición molecular de mí mismo se había tornado sanguíneamente a mercurio, y carnalmente a plomo. Estaba extremadamente pesado y lento, lo suficiente para contener y no expresar la inmensa felicidad que me cusaba no haberla visto nada más despertar. Miré a mamá. Parpadeé. Luego al constante y hueco rayo que me atravesaba el antebrazo desde el suero tormentoso, y me dormí.